Cuentos de Aurelio
Relato ganador del Concurso de Microrrelatos del programa "El ojo crítico" de RNE, 2014
Algunos llegaban, fotografiaban una carátula o apuntaban un título y se bajaban los libros de internet. Ella ni siquiera intentaba explicarles que estaban cometiendo un robo, pero todas las mañanas levantaba la persiana de su librería anhelando que llegaran clientes de verdad. El pan, aunque esencial, era casi lo de menos.
Había vivido mucho, tanto fuera como dentro de los libros, y no siempre había sido fácil. El sueño de su vida -ser librera- se hacía realidad cada día desde unos pocos años atrás. Menuda, aparentemente frágil, se enfrentaba a la crisis con la sonrisa atenta y la mirada limpia.
Al poco de abrir, entró una señora que buscó sus ojos como un manantial, lanzando "Quería un libro. Para un niño". Anabel ensilló su caballo y antes de ponerse el yelmo y tomar la lanza, respondió con una pregunta que era sólo el principio de un hechizo que ella sí conseguía formular.
"¿Cómo es el niño?"
Llegó a ese bar sin saber que estaba perdido. Pidió un whisky –con los años pediría un whisky caro tras otro- y se sentó a una mesa. Sacó un cigarrillo y con estudiada naturalidad lo encendió con un mechero Dupont de oro macizo. Dejó el encendedor sobre la mesa y le dio una calada al cigarro, con la mirada relajada de un seductor envuelta en el humo.
Para la bruja del collar de perlas más grande que el de su hermana –la de los zapatos siempre más caros-, él no tenía la menor oportunidad de escapar. Desde el momento en que vio cómo dejaba el mechero sobre la mesa, se cerró su destino como el lazo de una soga. Él necesitaba más que el aire deslumbrar, ella tenía el cerebro rebosante de lujo y el corazón de una niña mala que sonríe.
Estuvieron casados treinta años, en los que ella le dio dos hijos y le animó a ganar dinero de cualquier forma. Cuando ya no había sangre que sangrar, lo dejó lleno de deudas, obeso, con un gusto cultivado por las putas sadomasoquistas y su mechero de oro, al que se sumaban, hasta que se los robaron, un reloj y una pitillera también de oro que tampoco le servían ya para creerse nada.
"He hecho muchas cosas mal", dijo él una vez poco antes de perder la razón. Una mañana se desplomó sobre el almuerzo de beneficencia y no se volvió a mover.
Ella acudió a su funeral con un velo de seda y una falda de raso reservados para la ocasión. Ni siquiera se molestó en dar la noticia a sus hijos. Alguien masculló que ella tenía el alma negra, pero se equivocaba: era del mismo negro que el oro más caro, que como todo el mundo sabe es blanco.
No oiréis a ningún sabio hablar de Lipsa Séptima, ciudad sepultada por la arena durante casi dos mil años y de la que en breve no quedará nada. Allí, las principales leyes del derecho romano están grabadas punto por punto en las gradas del circo; hay escritos viejos aforismos en las estatuas de los dioses y secretos en las columnas del templo. No hay pared sin reclamo de algún comerciante de trigo o de sandalias, mezclado siempre con chismes sobre los vecinos de esta o de aquella casa. Lo que parecen ruinas no son más que palabras esculpidas sobre más palabras y vueltas a reescribir, sin ningún orden.
En su día, a los cuidadosos trabajos para desenterrar la ciudad se sumó la no menos ardua tarea de entender qué había pasado, pues ¿por qué era imposible el silencio en esa ciudad? Se avanzó una hipótesis y se continuaron con las excavaciones. Quizás las paredes hablaban para tratar de compensar la falta absoluta de viveza en el foro y la incapacidad de los tutores para enseñar; una ciudad de amantes sin pudor y ciudadanos dispuestos a banalizarlo todo.
La hipótesis resultó ser cierta: al excavar las tumbas –miles y miles- se comprobó que todas estaban vacías. Los arqueólogos entendieron que nadie había muerto en Lipsa Séptima porque era imposible vivir allí.
Por ello, dejaron que la arena del desierto volviera a cubrir su hallazgo, pues se trataba de una ciudad que no había existido nunca y la idea de sacar a la luz la nada les resultaba aberrante. Cuando Lipsa Séptima fue de nuevo imposible de ver, los historiadores se conjuraron para olvidar; fue su deseo que la tersa belleza de las dunas la cubra ya para siempre.